DEDICATORIA

A la sociedad, a la mentira, a la verdad, al odio, al amor, a la radio, a la vida, a la muerte y a la sinceridad, a los pobres, a los ricos, al perfume de una flor, a los justos y a los engreídos, a los sueños, a los niños, a las víctimas del terrorísmo, al presidiario, al político, a quien hace lo que puede, al que puede y no quiere, a quienes me han inspirado para escribir estos versos, a las personas maltratadas, al anciano y a sus canas, a la libertad, a la puta, al inmigrante, al cura, al soldado y a los que aquí he olvidado, a todos les dedico estos poemas y vaya por delante mis excusas más sinceras si a alguno he ofendido, pero esto es lo que pienso, lo que siento y lo que digo.
A unos para demostrarles el cariño que les tengo y a otros para recordarles que no lo están haciendo bien.
También dedico estos versos, a canallas y perversos, maltratadores, terrorístas, a la peor calaña humana, a la justicia aún cuando es ciega, al poder que castiga, censura y quita vidas, a los que hacen la guerra, al que tortura y mutila, deseando que algún día esa especie se extinga.
A todos menos a uno y si te das por aludido, solo tú sabrás porqué. A tí prefiero ignorarte, pues tu ayuda me negaste, mi desprecxio por delante, que el mundo da muchas vueltas y nos hemos de encontrar. El tiempo te ha reservado el lugar que te corresponde y ahí estaré yo para verte cuando aprendas la lección. Nunca olvidaré lo que hiciste, aunque tienes mi perdón.

EL SENTIDO DE LA VIDA







Por la orilla de la playa,
caminando va una niña,
sus cabellos mece el viento,
la mirada, perdida.

Tez pálida, ojos claros,
delgada y fría,
¿Qué te pasa?
le pregunto,
se para y me mira.

Me muestra sus manos vacías,
una lágrima recorre su mejilla,
Y con voz temblorosa, que casi no se oía,
me responde:
He perdido y no encuentro,
el sentido de mi vida.

¿Te ayudo a buscarlo?
No, señor, es cosa mía.

Cabizbaja continúa su camino,
y parece que ve algo, un poco más arriba.
Entre unas hierbas se agacha
y ante la mirada mía,
mira al cielo y suspira.

Pero pronto desdibuja
de su cara la sonrisa.
Una espina se clava en su carne,
una gota de sangre y expira.

Fue su último aliento,
su cuerpo cae sin vida.
La cogí en mis brazos
y la llevé a la orilla.
Mientras la miraba, desaparecía.

No la volví a ver,
aunque vuelvo cada día.

Autor: Manuel Lijó Moares

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